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jueves, 12 de septiembre de 2013

De repente el último verano

La semana pasada, un amigo se embarcaba en la aventura de la autopublicación. Llevaba casi un mes contándome un proceso que conozco bien pero siempre se siente como nuevo y emociona leerlo de otras manos: terminar el relato, revisarlo, comprobar que sí, que se sostiene, buscar una imagen de portada. Él se atrevía a ir más allá y apostaba por darlo a conocer. Ahí sí que entró en terrenos que yo desconocía: editó el archivo como RTF, lo ajustó a los parámetros de Kindle, lo envió a Amazon para Amazon... et voilà, al día siguiente vio la luz. Resultado: tras 24 horas de intensa promoción, lo habían comprado apenas media docena de sus cientos de seguidores en las redes sociales.


Y me dio pena. Porque por mucho que él se riera, un encogimiento de hombros modesto, "así son las cosas", y de hecho ya antes de publicarlo me había dicho que no esperaba grandes resultados... pienso que en el fondo todos escribimos para que nos lean. Y estamos convencido de que así será. Que escribiremos y nos leerán con los brazos abiertos. A mí me ha pasado. Mientras redactaba la novela, una parte de mí, pequeña pero implacable, sentía que estaba escribiendo algo importante, que perduraría. Algo que el mundo necesitaba leer justo ahora. Cada "me gusta" a una publicación referente al manuscrito la veía transformada en el futuro en cientos, cuando no miles, de ventas.

En cuanto la terminé, la mandé a muchos amigos y pocos se volcaron en ella. La mayoría la dejaron para más adelante. Para cuando tuvieran tiempo. No pude entender cómo no la devoraban en menos de un fin de semana. Así que la mandé a más gente, con los mismos resultados. La única realidad es que a nadie le importa eso que has escrito. Como se suele decir, los escritores predicamos en el desierto. Una entrada de blog puede que tenga más o menos aceptación, se ve como algo simpático y que se lee en un par de minutos. Pero algo más largo requiere esfuerzo y concentración, y la gente tiene cosas demasiado importantes por hacer, mil cosas antes que sentarse a leer durante quinte minutos o media hora ese escrito al que tanto cariño le tienes.

No lo comprendí hasta que alguien me pasó a mí un texto suyo para que le diera mi opinión y permití que se escurrieran las horas y los días sin darme cuenta. Y sin leerlo hasta mucho tiempo después. No porque tuviera lecturas pendientes (la excusa preferida: "no es que no lea, es que tengo tanto por leer") o un exceso de trabajo, sino simple y llanamente porque ya bastante cómodo estaba en mi mundo como para sumergirme en el de otro. Al menos no estaba mirando el reality show de turno, me consolé. Supongo que entonces no fui consciente de que yo no era el único que había aporreado el teclado hasta altas horas, depositando ilusión en cada palabra, ni tampoco el único enamorado de sus personajes, ni mucho menos el único creyéndose ese elegido que algún día alguien descubriría. Todos nos creemos únicos.

Leí hace tiempo que un artista solo necesita 1000 seguidores fieles para poder vivir de su arte. Entonces me pareció una cifra razonable. Asumible, incluso. Ahora asumo que a un cantante quizá le resulte más o menos sencillo porque todos escuchan música, pero ¿leer? ¿Eso quién lo hace? Si hasta yo que me considero lector empedernido puedo tener temporadas en las que me demoro una semana o un mes con el mismo libro.

Y cuando pienso estas cosas me siento fatal, porque sé que nunca debería escribir para que me lean ni mucho menos para ganar dinero con ello, sino para mí mismo. Como escribo un diario o como pienso tantas cosas que no luego no llegan a materializarse. Pero no puedo evitarlo. Escribo y deseo que alguien me diga que eso es lo mejor que ha leído en su vida. Y cuando eso no ocurre, y no ocurrirá nunca, me da por jurarme a mí mismo que lo conseguiré la próxima vez, con el siguiente texto. De un proyecto naufragado al siguiente. Lo que falla en todos los casos es la mentalidad. Porque escribir ya escribo para mí, siempre me propongo escribir el libro que a mí me gustaría leer en ese momento exacto. ¿Por qué debería interesarle a nadie más? Tendría que sentirme satisfecho de haberlo terminado y de poder compartirlo al fin, tanto con aquellos que sí lo leen como esos otros que lo dejan a medias. Sí, quizá sea bastante recompensa haber llegado a puerto. Otras veces no lo logré y esta vez sí. "¡Vuelé! ¡Vuelé!", que diría el pterodáctilo de En busca del Valle Encantado.

lunes, 2 de septiembre de 2013

La carretera

La página en blanco. El hombre del saco de cualquier escritor. Incluso hablar de ella da miedo. Esta entrada, por ejemplo: primero he tenido que buscar el título y la fotografía de acompañamiento, demorar el momento en que empezara a aporrear el teclado y el recuadro de edición dejara de estar en blanco. Hablar de la página en blanco para llenarla es un viejo truco. A veces hasta salen buenas novelas por el camino, que se lo pregunten a Stephen King.


La página en blanco es un desierto y hay que transitarlo. Cuanto antes lo asumes, antes te pones en marcha. Durante mucho tiempo me negué a aceptarlo, tenía tal pánico de fallar que prefería ponerme a hacer cualquier otra cosa. Porque no soportaría escribir algo malo. Con el paso de los años, acercaba imparable el cambio de década, los 30 en el horizonte. Los personajes ya no luchaban con tanto empeño en mi cabeza, muchos hasta se cansaron de darme patadas en el cráneo. No sé si murieron o bien saltaron hacia la mente de otro escritor más valiente. El caso es que ya no estaban. Ya no hablaban. Los supervivientes que se quedaron conmigo merecían nacer. Se lo debía.

¿De qué iba a escribir? Si llevaba tanto tiempo sin hacerlo. Entre comillas, claro: el blog Sombras de neón no se escribía solo. Pero diseñar toda una historia, planificar escenas, diálogos, dar aliento a personajes hechos de palabras... eso eran palabras mayores. Hasta que me di cuenta de algo: no me costaba nada anotar cosas en los cuadernos. El miedo me lo daba la pantalla de ordenador. Tan blanca y luminosa, tan amenazante, circuitos más sabios que yo. Me miraba con desdén. Los cuadernos, en cambio, se abren cuando quiero y me permiten mancharlos a voluntad. Así que compré uno nuevo para empezar el manuscrito. Esperé días y días, a que llegara el momento oportuno.

Y el momento oportuno llegó con unas frases que leí en un blog. Decían algo así: "Es preferible escribir algo malo y tener que corregirlo después. Con una página en blanco no puedes hacer nada." Disparo de salida. De repente, el miedo a la página en blanco se transformó en miedo a dejar en blanco las 180 páginas de mi cuaderno. Eso sería mucho peor. De lo que escribí entonces a lo que finalmente estará en la novela, va un largo trecho de correcciones y revisiones. En los cuadernos (llené dos), solo moldeé el barro. Pero en ese barro estaba la semilla. Ahora, cuando releo aquellos cuadernos, sonrío ante la ingenuidad de una historia que aún estaba abriéndose paso, todas las escenas que al final no llegaron a ninguna parte. A algunas les tengo cariño. No tenían cabida en la novela, pero cumplieron su función de llenar la página en blanco. Que las musas te cojan trabajando, dicen. Quizá más adelante estas escenas eliminadas se conviertan en relatos, quién sabe:

Me hizo esperar en el comedor mientras ordenaba la habitación. Observé el orden escrupuloso, los libros de arte exhibidos para que la gente los viera mientras esperaba. Nadie los había hojeado jamás, ni una huella en las portadas. La mayoría eran de la editorial Taschen, así que tampoco se habrían gastado mucho en la decoración del piso. Había un buda gigante entre la entrada y la puerta de la cocina. Me imaginé a todos los que vivían en aquel piso tropezando una y otra vez con el maldito buda, debían de mascullar con cada tropiezo. Y el buda impasible a tanto ajetreo. Iñaki seguía ordenando la habitación, llegaban ruidos de mantas y cojines desde el pasillo. Tantas energías invertidas en algo que no era una cita pero tampoco un buen polvo.

La mayoría de escenas sobrevivieron. En los cuadernos son un ensayo de sus versiones definitivas, con todos los andamios a la vista y los actores sin maquillar. Qué adolescente me veo en esas frases de mi puño y letra, y no hace ni dos años que las escribí. También me sorprenden, aquí y allá, frases de las que sí estoy orgulloso, chispazos que permanecen en la novela terminada. Como todo lo demás, llegaron cuando puse el bolígrafo encima del papel.

No hay otra manera. Maté la página en blanco saltando al vacío. Más que valentía lo llamaría inconsciencia. Y a veces el vértigo jugó a mi favor. Hubo días que estaba tan inspirado que se me acababa el papel, escribía en los márgenes, con letra cada vez más pequeña, flechas para seguir el rastro. Y las palabras seguían fluyendo. Me pareció increíble que antes tuviera yo tanto miedo. Quiero seguir haciendo esto. Escribir, escribir, escribir.